Pícale la gallina
Luis Dobles Segreda
Cuento
En la paz de esta tarde,
entristecida por el invierno, he ido a buscar la paz del cementerio.
Suelo acercarme hasta mi
padre en el silencio magnífico de la Ciudad Doliente, perdida
entre las cruces miro una
banderita tricolor clavada en el testero de un montículo.
¡Una banderita tricolor!
Pienso en la tuba de algún
soldado a quien hubiesen despedido con la enseña de la
patria.
Me acerco. Ni una cruz, ni
una señal que indique nada. Sola, la banderilla descolorida y
rota, ondeando todavía,
rendida del pedazo de regla clavado en el tesoro del montículo.
Observo el homenaje. Sobre
la regla está escrito con lápiz este epitafio:
Pícale
la Gallina
Pregunto al sepulturero
que está cerca cavando en la tierra humedecida.
-Sí, allí está la señora
Pícale.
El silencio se hace
profundo y solo se oye caer el chorrito de agua que canta, al
escaparse de la llave
entre abierta en el vecino tubo.
La banderita tricolor no
es un homenaje, es la última burla a una mujer a quien burló
siempre la vida.
Pícale la Gallina, la
llamó la ciudad entera.
Dicen que las aguas del
bautismo la llamaron Jacinta Camacho, pero de eso sólo quedó
el Jacinta, se borró el
Camacho por obra y gracia de la confirma que la dejó en Jacinta
Pícale.
¿Por qué?
Por cualquier cosa. Porque
una vez quiso robar una gallina y fue sorprendida con el hurto
en las manos. Dio como
excusa que trataba de castigar al animal porque la había picado.
El dueño de la prenda era
un vejete italiano.
-¿Con que pícale la
gallina? Pues cuidado signora…
¿Verdad? ¿Mentira? Que lo
averigüe Vargas. La confirma se corrió y en la ciudad fue
Pícale.
Jaconta Camacho era
desconocida, Jacinta Pícale, o mejor, Pícale la Gallina fue la más
popular mujer de la
ciudad.
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La alegre chiquillería la
enojaba en las calles con cualquier broma, con cualquier palabra.
Y, hasta lo que no somos
chiquillería, pero que a retos tenemos por dentro cosas de
gamín, la poníamos rabiosa
con hacerle una cruz doblando los dedos.
La pobre mujer fingía un
llanto ridículo, como de plañidera a sueldo, se explicaba,
porfiaba, y así se iba
todos los días, por todas partes, arrastrando su miseria, cogiendo
cincos de las manos
piadosas y oyendo tras sí zumbar las abejas de mil palabras
burlonas con que la ciudad
entera se reía y la mortificaba.
Cuando fue joven tuvo un
hijo. Estas infelices tienen también su idilio trunco, su hora de
amor y, un día cualquiera,
se sienten ennoblecidas por la maternidad.
Murió el chiquillo y
Pícale, la pobre Pícale, ocultaba el pecado.
Las gentes inventaron que
ella había matado la criatura por evitarse estorbos.
Y allí eran los dares y
tomares de la infeliz Jacinta.
-Sí la mató.
Gritaba cualquiera, y ella
empezaba su eterna porfía para negarlo.
-No la maté. Se lo va a llevar
el diablo por mentiroso.
Cuando iba ya convencido a
alguno, de otro corrillo salía la voz:
-Sí la mató.
Y vuelta la explicación y
la excusa, y vuelta a llamar en apoyo a las personas formales.
Pero hasta las personas
formales se divertían con ella y certificaban el crimen como
testigos presenciales.
-Allí están don Gerardo,
don Octavio o don Mariano, que no me dejarán mentir.
Entonces se encolerizaba y
recurría a la suprema razón: alzaba piedras.
Amenazaba a tirios y
troyanos, pero no acababa por dispararlas, temerosa de andar por
las jefaturas de policía.
Los golfos, los
limpiabotas, los rompebotas, sabían una coplilla anónima que comenzaba:
Jacinta tiene novio, el
novio no la quiere.
La copla tenía música de
otro anónimo y, silbaba por los golfillos, era objeto de carreras,
de alboroto y de zozobra.
Y así vivió, desde el
amanecer hasta que anochecía, siempre agitada por el mar en
tempestad de la
chiquillería, y siempre braceando para escaparse, sin comprender que al
bracear se echaba encima
toda la amargura del oleaje. En el fono era un alma buena.
Todavía llamaba a las
casas como en tiempo de nuestros patriarcas, con el: ¡Ave María!
Me conmueve esta manera de
llamar a las puertas que es una evocación de tiempo más
santos y mejores. Mejores
que estos en que, avergonzados de invocar a María, llamamos
con el estúpido: ¡Upe!
¡Upe!
315
Todos los días recibía
comunión. Llegaba a la iglesia con un jarrillo de lata inseparable y
lo metía en el cuestionario.
Recibía la hostia, la santa hostia que consuela y visita a los
desamparados de la tierra,
a los pobres de espíritu, a los mansos de corazón, y luego se
iba con el jarrillo
pidiendo lecho caliente donde quiera que ordeñaran.
Como estaba tuberculosa,
un médico, don Nilo, le dijo que tomara leche y constituía ya su
necesidad y se deseo.
Cuando alguien la
despachaba a casa del vecino, porfiaba: -Es que solo aquí me dan.
En todas partes le daban,
pero tenía que recurrir a la pequeña mentira para sacer verdad,
la blanda verdad de su
pizquita de leche.
Hace pocos días, el señor
cura, al ir una madrugada llevando la extremaunción a otro
cristiano, la encontró
agonizante, tendida sobre la yerba de una calleja suburbana.
De allí la condujeron al
hospital y, cinco días después, la sacaron las gentes de servicio.
Y aquí la dejaron, sin
nombre, sin nada, como quedan los anónimos y los desamparados
de la tierra.
Quizá entonces vino tras
ellas algún trasnochador que amaneciera con la banderilla de la
última francachela, en la
mano.
Banderita que adornó la
puerta del chinchorrillo en fiesta, o que sirvió de garrote para
espantar a alguno.
Ahora, santificada,
recogida en el silencio de este santo lugar, clavada en él, quizá por
manos que hicieron al
clavarla la última burla a la infeliz Jacinta, está sirviendo de cruz.
A ella, a quien todos, por
broma, le hicimos la cruz, habían de traerle también la suya,
después de muerta, aunque fuera
esta la última broma que le daba la vida.
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