viernes, 16 de marzo de 2012

TEXTO: CUENTO "PÍCALE LA GALLINA"


Pícale la gallina

Luis Dobles Segreda

Cuento



En la paz de esta tarde, entristecida por el invierno, he ido a buscar la paz del cementerio.

Suelo acercarme hasta mi padre en el silencio magnífico de la Ciudad Doliente, perdida

entre las cruces miro una banderita tricolor clavada en el testero de un montículo.

¡Una banderita tricolor!

Pienso en la tuba de algún soldado a quien hubiesen despedido con la enseña de la

patria.

Me acerco. Ni una cruz, ni una señal que indique nada. Sola, la banderilla descolorida y

rota, ondeando todavía, rendida del pedazo de regla clavado en el tesoro del montículo.

Observo el homenaje. Sobre la regla está escrito con lápiz este epitafio:

Pícale la Gallina

Pregunto al sepulturero que está cerca cavando en la tierra humedecida.

-Sí, allí está la señora Pícale.

El silencio se hace profundo y solo se oye caer el chorrito de agua que canta, al

escaparse de la llave entre abierta en el vecino tubo.

La banderita tricolor no es un homenaje, es la última burla a una mujer a quien burló

siempre la vida.

Pícale la Gallina, la llamó la ciudad entera.

Dicen que las aguas del bautismo la llamaron Jacinta Camacho, pero de eso sólo quedó

el Jacinta, se borró el Camacho por obra y gracia de la confirma que la dejó en Jacinta

Pícale.

¿Por qué?

Por cualquier cosa. Porque una vez quiso robar una gallina y fue sorprendida con el hurto

en las manos. Dio como excusa que trataba de castigar al animal porque la había picado.

El dueño de la prenda era un vejete italiano.

-¿Con que pícale la gallina? Pues cuidado signora…

¿Verdad? ¿Mentira? Que lo averigüe Vargas. La confirma se corrió y en la ciudad fue

Pícale.

Jaconta Camacho era desconocida, Jacinta Pícale, o mejor, Pícale la Gallina fue la más

popular mujer de la ciudad.

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La alegre chiquillería la enojaba en las calles con cualquier broma, con cualquier palabra.

Y, hasta lo que no somos chiquillería, pero que a retos tenemos por dentro cosas de

gamín, la poníamos rabiosa con hacerle una cruz doblando los dedos.

La pobre mujer fingía un llanto ridículo, como de plañidera a sueldo, se explicaba,

porfiaba, y así se iba todos los días, por todas partes, arrastrando su miseria, cogiendo

cincos de las manos piadosas y oyendo tras sí zumbar las abejas de mil palabras

burlonas con que la ciudad entera se reía y la mortificaba.

Cuando fue joven tuvo un hijo. Estas infelices tienen también su idilio trunco, su hora de

amor y, un día cualquiera, se sienten ennoblecidas por la maternidad.

Murió el chiquillo y Pícale, la pobre Pícale, ocultaba el pecado.

Las gentes inventaron que ella había matado la criatura por evitarse estorbos.

Y allí eran los dares y tomares de la infeliz Jacinta.

-Sí la mató.

Gritaba cualquiera, y ella empezaba su eterna porfía para negarlo.

-No la maté. Se lo va a llevar el diablo por mentiroso.

Cuando iba ya convencido a alguno, de otro corrillo salía la voz:

-Sí la mató.

Y vuelta la explicación y la excusa, y vuelta a llamar en apoyo a las personas formales.

Pero hasta las personas formales se divertían con ella y certificaban el crimen como

testigos presenciales.

-Allí están don Gerardo, don Octavio o don Mariano, que no me dejarán mentir.

Entonces se encolerizaba y recurría a la suprema razón: alzaba piedras.

Amenazaba a tirios y troyanos, pero no acababa por dispararlas, temerosa de andar por

las jefaturas de policía.

Los golfos, los limpiabotas, los rompebotas, sabían una coplilla anónima que comenzaba:

Jacinta tiene novio, el novio no la quiere.

La copla tenía música de otro anónimo y, silbaba por los golfillos, era objeto de carreras,

de alboroto y de zozobra.

Y así vivió, desde el amanecer hasta que anochecía, siempre agitada por el mar en

tempestad de la chiquillería, y siempre braceando para escaparse, sin comprender que al

bracear se echaba encima toda la amargura del oleaje. En el fono era un alma buena.

Todavía llamaba a las casas como en tiempo de nuestros patriarcas, con el: ¡Ave María!

Me conmueve esta manera de llamar a las puertas que es una evocación de tiempo más

santos y mejores. Mejores que estos en que, avergonzados de invocar a María, llamamos

con el estúpido: ¡Upe! ¡Upe!

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Todos los días recibía comunión. Llegaba a la iglesia con un jarrillo de lata inseparable y

lo metía en el cuestionario. Recibía la hostia, la santa hostia que consuela y visita a los

desamparados de la tierra, a los pobres de espíritu, a los mansos de corazón, y luego se

iba con el jarrillo pidiendo lecho caliente donde quiera que ordeñaran.

Como estaba tuberculosa, un médico, don Nilo, le dijo que tomara leche y constituía ya su

necesidad y se deseo.

Cuando alguien la despachaba a casa del vecino, porfiaba: -Es que solo aquí me dan.

En todas partes le daban, pero tenía que recurrir a la pequeña mentira para sacer verdad,

la blanda verdad de su pizquita de leche.

Hace pocos días, el señor cura, al ir una madrugada llevando la extremaunción a otro

cristiano, la encontró agonizante, tendida sobre la yerba de una calleja suburbana.

De allí la condujeron al hospital y, cinco días después, la sacaron las gentes de servicio.

Y aquí la dejaron, sin nombre, sin nada, como quedan los anónimos y los desamparados

de la tierra.

Quizá entonces vino tras ellas algún trasnochador que amaneciera con la banderilla de la

última francachela, en la mano.

Banderita que adornó la puerta del chinchorrillo en fiesta, o que sirvió de garrote para

espantar a alguno.

Ahora, santificada, recogida en el silencio de este santo lugar, clavada en él, quizá por

manos que hicieron al clavarla la última burla a la infeliz Jacinta, está sirviendo de cruz.

A ella, a quien todos, por broma, le hicimos la cruz, habían de traerle también la suya,

después de muerta, aunque fuera esta la última broma que le daba la vida.

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